Vasili y Nikita,
rusos ambos. Amo y criado respectivamente. Uno, terrateniente y comerciante; el
otro mujik. Un siervo de la gleba de fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Pleno invierno y temporal desatado de viento y nieve; diez grados bajo cero.
Una Rusia conmocionada por la dura sobrevivencia no solo de una monarquía de
los zares sino también por una vida dura. Tanto en los poblados, para qué decir
en el campo. Donde la estructura administrativa de el zar comienza a hacer agua
o lo hará muy pronto y donde el gobierno de los nobles rusos comienza a verse
como algo alejado de la verdadera realidad que enfrentan no solo los burócratas
de la corona sino también todos los habitantes de esa enorme nación. Léase los
hacendados, léase los siervos de la gleba parte de todos estos enormes
inmuebles y a los cuales tienen atada su existencia y sobrevivencia.
La inclemencia
del invierno, las enormes distancias, lo aislado de los villorrios y también la
fatalidad si se quiere de ser rusos, de tener esa geografía y también esa
cultura tan profunda y arraigada: la de la vieja y santa Madre Rusia.
Internalizada ahí en cada ruso, más aún en los siervos del pueblo ruso. Los del
campo. Los unidos profundamente a esa misma naturaleza y tierra y a sus estaciones.
Unas que podrán marcar la diferencia incluso entre vivir y/o morir. Más aún si
son pobres materialmente, sin privilegios de ningún tipo ni tampoco están
adscritos a un buen padrecito o patrón bajo cuyo alero y propiedad puedan ser
amparados al menos en unos mínimos. Tan mínimos que incluso casi les es
indiferente si morir o no.
En este caso
Nikita muestra un agradecimiento y lealtad hacia su patrón extraordinarios e
incondicionales. Reconoce en él a pesar de todo protección. Una indispensable
en el desamparo al que él y su familia están sometidos. El clima, la falta de
alimento, pobreza material absoluta y cero derechos de ningún tipo, salvo
aquellos que el “Padre” les conceda graciosa y como parte de su benevolencia
humana, solo humana y muy humana habrá que reconocer.
Es aquí donde
observamos a lo largo del relato de esta historia entre Vasili y Nikita también
la confluencia de dos mundos o dos culturas. La de los mujiks o la gente del
campo rusa y la de los nuevos rusos o pseudo burgueses, aquellos que comercian,
poseen tierras y algunos privilegios dentro de la localidad que habitan. Es el
caso de Vasili. Todo en sus dominios les queda entregado. Incluso las vidas
personales y familiares de todos aquellos a quienes albergan en sus tierras sin
condiciones, sin atenuantes y de por vida.
Así la
liberalidad posible en Vasili no solo es una material sino –aparentemente–
también moral. De este modo ambos hacen un recorrido no solo geográfico y en el
tiempo en esta historia sino que además una travesía personal producto de la
relación entre ambos y también de su propio discernimiento intimo e individual
que va asumiendo diferentes acciones de parte de cada uno; contrariedades;
contradicciones también, cada uno a su modo que no son sino una amplia paleta
que nos muestra un repertorio humano de conductas no solo propias de un amo y su
leal criado, sino que lo son también de dos culturas rusas existentes entonces.
La de la vieja santa madre Rusia con sus campesinos y la de los nuevos
emergentes, los hacendados y comerciantes de las localidades, que sin ser
nobles van surgiendo en estos territorios y que indispensablemente poseen
recursos materiales pero tan arraigados quizás a las convicciones de la vieja
madre Rusia; su religión y humanidad, también su fortaleza y otras virtudes anexas.
El temporal
desatado, los hace perderse, experimentar la vulnerabilidad aunque cada cual la
enfrentará de modo diverso; incluso en algún momento no pueden comunicarse bien
y también vuelven a experimentar el reencuentro del camino perdido.
Y hacerlo unidos
sin diferencias –aparentes– aún cuando sus condiciones sean profundamente distintas.
Al final en la narración pareciera imponerse la verdadera alma rusa, es decir
lo más antiguo y ortodoxo que ambos poseen y los une por sobre cualquier
cálculo mezquino, diferencia económica u otra disgresión de tipo social. Se
auxilian en pro de no morir congelados sometidos al implacable clima, el frío y
la enorme y vasta geografía rusa. Una que incluso se mostrará ruda, cambiante y
traicionera en esta historia. Es ella la protagonista y el telón de fondo que
sostiene, tensa y teje finalmente toda esta historia humana, profundamente
humana –y quizás divina– de dos rusos. Uno sin pobreza material -Vasili-, amo;
el otro, Nikita, mísero, materialmente y sin embargo, rico en humanidad. Una
aparente paradoja y sin embargo termina imponiéndose la santa madre Rusia y su
cultura al intentar sobrevivir ambos y Vasili cubrir con su cuerpo a Nikita,
para así protegerse ambos del inclemente descampado y su furia. Y aquí no está
claro si lo hace por salvarse a sí mismo desesperadamente o intenta
honestamente bajo la convicción de proteger también a su fiel servidor
protegerlo y cubrirlo de la nieve y el frío…
Por otra parte
este padre vela por su siervo, y a la vez, tiene presente quizás en su
inconsciente el antiguo mandato bíblico que dice: Nadie tiene más amor, que
aquél, que da la vida por sus amigos… llevado ya a otra dimensión.
Ambos hicieron un
largo recorrido bajo condiciones duras y adversas prestándose ayuda. El que era
más fuerte materialmente y con potestad sobre el otro termina haciéndose
servidor hasta la muerte de aquel –Nikita– que era su fiel servidor. Aparentemente
el más débil.
Una Rusia siempre
sorprendente no solo por su magnitud geográfica, cultural, histórica sino muy
especialmente por el mosaico de sus gentes, desde las más modestas y sabias a
su modo: los campesinos, pasando por los burgueses y hacendados hasta llegar a
la nobleza reinante aún entonces en una monarquía que terminó aislándose en sus
palacios, lejos de la contingencia y urgencia de esos mismos rusos a quienes
decían servir y sin embargo abandonaron sea por una administración enorme e ineficiente
finalmente; sea por la multiplicidad de factores económicos, climáticos, geográficos,
culturales y religiosos que componían al enorme imperio. Uno que entraba ya en
otro siglo y al que ya no le parecían bastar la estructura de los nobles
encerrada en San Petersburgo y lo agrícola, alejado, pobre y muchas veces muy
mal administrado por una burocracia y o nobles locales en decadencia que
abusaban de sus privilegios concediendo casi ninguna urgencia a muchísimos asuntos
que la población rusa requería y no se resolvían. Al contrario eran pospuestos
una y otra vez .
El relato –casi
profético– parece aventurar ya algunas claves que incidirían en la historia
posterior rusa y el desencadenamiento de los hechos.
Sin embargo no
bastaron ni La Madre Rusia ni el Zar o padrecito para poder contener el
polvorín que ya comenzaba a gestarse y que culminaría luego con la matanza de
la familia imperial para dar inicio a un nuevo siglo; al surgimiento de “nuevos
rusos” e incluso instaurar en ellos –quién sabe– quizás una “nueva” alma, otra cultura,
un nuevo modo de ser ruso y sufrirlo también.
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