Las
dos caras en toda vida .
Sin
embargo, cuando brota el llanto muchos se incomodan. No hayan donde meterse o
esconder al que se “inunda” por los ojos... ¿Por qué? ¿Será porque no es lo
políticamente correcto; lo aceptable y lo esperado? Puede ser. Y, al mismo
tiempo es lo que nos hace profundamente humanos.
Diferentes de una piedra, una planta.
Lo que si está claro es que a nadie le gustan las carencias; lo incompleto, lo inacabado; un fracaso. Tampoco los hechos arbitrarios,
lamentables y desastrosos.
Experimentarlos
no es grato. Obvio. Nadie los busca. Habría que ser demente. Y, su primer
y natural alivio, el llanto no es cómodo
ni confortable. Es “mal mirado”… mal soportado. Para que poner flores donde no las hay. Al existir desazón, quebranto, angustia la válvula
natural que nos permite aliviar todo
aquello es la más natural y disponible: las lágrimas. Caen por la cara de cualquiera. Del más hombre y de las
mujeres; todas con facilidad... De esto no nos salvamos. Unos antes, otros después. Pero a todos nos toca un pedazo de esta torta. Y en algunos casos con guinda incluida; podrá llegar al extremo inconcebible. La contrapartida es hacernos infinitamente más humanos, humildes y conocedores de nuestra propia y feble
naturaleza. Experimentarlo alguna
vez nos educa para ser con los demás muchísimo más comprensivos de sus
dolores, problemas y también debilidades
y defectos. La "no buscada" escuela del dolor se encarga de hacernos
crecer interiormente. Nos hermana positivamente con todos
aquellos con quienes convivimos. También cosecha la modesta y templada aceptación de nuestro ser tal cual somos.
Cuando
la alegría irrumpe en nosotros nos hace bien. Es balsámica; sanadora del cuerpo y del alma.
Se produce una consonancia que vibra al unísono. Potente y
regeneradora de las fuerzas, el ánimo y los
propósitos para volver a reemprender la marcha una y mil veces. Las
que sea menester.
Por
el contrario, cuando la cara más oscura se descuelga -por los motivos que sean- y cae asoma la pena. A veces también nos desborda y parte
el alma, literalmente. Incluso físicamente. Todo se hace cuesta arriba hasta poner atención en lo más cotidiano. La tristeza divide, debilita y mina el interior
de nuestra persona. Nos hace vulnerables. Incluso puede llegar a hacernos agresivos. Una señal más de la humana impotencia frente a la adversidad cuando su
peso es demasiado para nuestras débiles espaldas.
Hoy se
sostiene que quienes no son "felices" tienden a somatizarlo en su cuerpo a través de
diferentes enfermedades. Y aparece aquí la indisoluble conexión entre el alma
(ánima) y el cuerpo. Simbiosis en búsqueda de un constante equilibrio y
armonía. La naturaleza es sabia. Al hombre actual le falta observarla y
oírla un poco más. Pareciera más bien,
que muchas veces va contra ella tozudamente o de frentón incurre en un verdadero culto al cuerpo o hedonismo extremo.
Del
mismo modo las manifestaciones de la
risa y el llanto expresan qué pasa con
nuestra interioridad. Viva, sensible
perceptiva y racional. A ella nada le
resbala. Aunque quisiéramos "hacerla lesa" -a veces- "Pasar" por la vida como si nada… ¡qué
estupidez!
Alegría y pena materiales preciosos de la vida. Envoltorios muy diferentes y ambos nos acrecientan. Siempre y cuando estemos atentos y dispuestos a escuchar lo que el alma nos habla a través de los dos. Desde una risa infinita y fuerte que brota de lo más hondo del alma e ilumina todo alrededor. O cuando la pena nos parte literalmente por la mitad y nos tumba al suelo. Sin más.
Alegría y pena materiales preciosos de la vida. Envoltorios muy diferentes y ambos nos acrecientan. Siempre y cuando estemos atentos y dispuestos a escuchar lo que el alma nos habla a través de los dos. Desde una risa infinita y fuerte que brota de lo más hondo del alma e ilumina todo alrededor. O cuando la pena nos parte literalmente por la mitad y nos tumba al suelo. Sin más.
Cuando el llanto arremete sin contemplación.
Sin horario, sin permisos, sin lógica; también incluso
sin pausas… Sin apelación posible. Rotundo, tajante dejándonos desmenuzados,
dispersos, inermes. Con los brazos caídos, vacíos.
Podrá
no haber más agua en esos ojos… pero la
mirada se recuperará. Junto con ella
también la alegría de vivir. Todo tiene su tiempo. Su propio
reloj. Su calendario. Lo mismo el crecimiento interior. Este busca una sana armonía. Nuestro ser tiende a
ella y se afana para lograrlo. Con o
sin etiqueta llegamos a estar más o menos cerca de ese estado pleno al que aspiramos.
Un
llanto permanente y sostenido en el tiempo; risas destempladas… parecen decir que alga no anda
bien. Y habrá que buscar las causas del
desorden o desequilibrio si se quiere. Finalmente la carencia o defecto en la armonía interior se traducen en mayor o menor bienestar anímico y físico. Es
decir, estar bien. O definitivamente estar mal. Con uno mismo, los demás y para el que es creyente con Dios. Un trípode perfecto. Bien sustentado también refleja esa armonía en la alegría
de vivir y todo lo que de ella deriva naturalmente; aún cuando haya problemas.
Siempre tenemos la risa y el llanto.
Nobles compañeros y aliados en
este caminar.
Risa y llanto, las caras de ir andando.
No al quebranto.
Más alegría, más canto.
No huyamos sin pagar un
precio alto.
Ni equilibrio, ni encanto sin piedrecillas de dolor y
llanto.
Amanecen alegría, risa y canto.
Secundan
sombríos quebranto, dolor y espanto.
De tanto en tanto…
No me pidan más, risa y llanto.
Hoy, apenas, les
devuelvo un canto.
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