Observarla
en silencio. No creo que haya una comunicación más directa, conmovedora y
profunda que ésa. Incisiva. Cara a cara. Un hombre observa a otro: hombre y
Dios.
Ahí
arriba. Colgando del madero. Sujetado en los pies y manos con unos clavos de
metal gruesos que entran a través de los ligamentos. Con enorme dolor reflejado
en su cara. Sobre su cabeza le han incrustado a presión una corona de espinas.
Estas lo clavan sin misericordia. Ni la de su Padre.
Hay escarnio y burla en algunos que lo rodean.
También una comunión de la agonía con su Madre. Firme –ahí– al pie de la cruz,
ella no lo abandona. Silenciosa y fuerte. A su lado Juan, el discípulo.
Miles
de curiosos apostados en las cercanías observan con estupor, y espanto. Muchos
con enorme tristeza. También los hay desconcertados y curiosos.
La
crucifixión remece. También nos salva de caer en la costumbre de no asombrarnos
por nada .De no conmovernos y compadecernos
con el dolor y la necesidad ajenas. Cristo nos hermana a todos a través de ella.
Al
ver que Jesús tiene sed le alzan una esponja con vinagre y la empapan en su boca. No aciertan a comprender –una vez más-“
nada”… Jesús necesitaba almas. Hoy, también.
Urge por ellas (más que nunca).
Las coordenadas en las que hoy nos movemos son horizontales; demasiado
humanas.
¿Dónde
quedó la vertical de la cruz..? ¿La que nos impulsa a subir, trascender, contemplar
y finalmente adherir de corazón a la voluntad de Dios? Alguien ante
quien nos inclinemos con respeto y reverencia; con humildad.
Esa
parece no existir… o estar olvidada.
Si
hasta en la intersección de la horizontal y vertical de una cruz hay sentido. Armonía,
equilibrio. Y la misma aplicamos a nuestras vidas personales. Querámoslo o no,
tenemos que conjugar ambas.
Consuela
saber que Jesús sufrió, y mucho. Que tuvo angustia al saber todo lo que tendría
que vivir y soportar. Que quiso elegir
hacer su propia voluntad y evitar el sufrimiento: así de humano. Pero
finalmente su naturaleza humana y al
mismo tiempo divina pudieron más. El aceptó
hacer la voluntad de su Padre; no la propia. ¡Qué ejemplo! Obediencia, amor, bondad
infinita: santidad… hasta dar la propia vida por cada uno de nosotros
hasta el fin de los tiempos.
Santidad
a la que miramos con algo de temor; con
bastante egoísmo y, sino, con ignorancia. También, para no pocos motivo de burla
e ironías. Poco hemos variado los hombres después de dos mil años.
También
consuela verificar que los discípulos se quedaran dormidos en su intento de
orar; que uno negara a Jesús... Eran débiles. Tal como
somos hoy. Y es aquí donde aparecen la infinita gracia y amor de Dios. Siempre, para perseverar y mejorar -sin rarezas- todos los días.
También, para darle un sentido a las cosas que hacemos y a lo que nos sucede. A
las pequeñas cruces de cada día.
Finalmente, las únicas importantes al momento
de “tirar la raya para la suma” de la vida. Estas sí contarán hacia donde
peregrinamos… hay tiempo. Este siempre escaso… pero no para Dios. ¿Una locura? Sí. Una,
que vale la pena y que nos hace profundamente humanos en Dios.
Nos
eleva divinizando todo lo más nuestro –
incluido- el dolor que pueda tocarnos. Sólo así podremos decir con fe: “Señor, Tu
cruz también es mi cruz.”
“(…)
¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?
(…)
Y sólo pido no pedirte nada.
Estar aquí junto a tu imagen muerta
e ir aprendiendo que el dolor es sólo
La llave santa de tu
santa puerta”
Gabriela Mistral “Al Cristo del
Calvario”
“Ya el dolor del
pueblo
ha taladrado
mis manos y mis pies
y ha incrustado
su obsesión de espinas
alrededor de mi frente.
Y llevo en el costado
un boquete abierto,
por donde entran
en mi pecho sin defensa
el frío y las protestas
que vagan por la calle
buscando un corazón
donde alojarse”
Benjamín González Buelta S.J
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