Una joven como cualquiera otra. Aparentemente.
Vivía
en un pueblo como muchos otros de
entonces. Haría las labores de cada día. Buscaría agua en el pozo más cercano. También tenía unos padres.
Y estaba prometida en matrimonio a un joven de Israel.
En medio de
lo cotidiano , un día cualquiera, irrumpe en el silencio del alma de esa
joven el anuncio y mensaje de un ángel .
Este propone a ella ser la madre, portadora de la esperanza encarnada, de un
niño, Salvador de la humanidad completa- Será conocido luego como
Emmanuel o Dios con nosotros.
¿Cómo
será esto? Solo atinó a contestar la
joven, María de Nazareth. En su asombro y humildad ponderó el mensaje que recibía en lo profundo
de su corazón. Fue solo ahí , en la oración
confiada y asistida por el espíritu Santo
donde su voluntad se adhirió con absoluta fe y entrega en un acto de abandono y confianza al querer providente de ese Dios Padre. Ella acepta esta misión única y redentora. Ser la mediadora operativa entre Dios y la humanidad. Se convierte así por su libre concurso en la esperanza cierta y posible de salvación para
el mundo. Aún cuando racionalmente no le
es dado comprender mucho más allá. El amor incondicional en ese Dios vivo y
presente en su alma se hace operativo en la entrega incondicional al querer de
ese mismo Padre Dios.
Así
humanidad y divinidad se hacen uno encarnando al verbo.
Jesús le llamarán nueve meses después. Nace en
Belén en un establo. Rodeado de San José, su padre adoptivo y María su madre.
Los animales a su alrededor y luego todos aquellos que llegarían a conocerlo.
Entre ellos los tres reyes magos venidos de lejos. Traen en los cofres sus más preciados tesoros de incienso,
oro y mirra.
La
creación toda y jubilosa se inclina
frente a este pequeño niño que devuelve en medio de las pajas del pesebre la
inocencia, luz, fe y esperanza a todos
los hombres. Sea donde estén y quienes sean. Les trae una buena nueva a su
corazón . Un nuevo comienzo a todos sin distinción. Un nuevo sentido para la existencia.
También la promesa de la redención. Una vez perdida. Hoy, recuperada para todos los hombres de buena
voluntad. Una nueva alianza.
Adviento
es un tiempo privilegiado para recuperar lo mejor de cada uno . Ponerlo a disposición y así
concretar su esperanza profunda. Dios en nosotros . Dios para los demás.
La esperanza canalizada en una luz
brillante en medio del mundo. Y así recuperar la fe, la alegría y buena
voluntad necesarias para preparar la venida
y renacer de ese niño en el corazón de cada hombre. Uno que lo haga
más hijo de Dios Padre y también más
hermano de sus prójimos.
Sí el adviento es una locura del amor de Dios
para con nosotros. Con cada uno. Hemos sido regalados con una segunda
oportunidad. También llamados a una dignidad única. La de hijos muy queridos de
ese mismo Padre y habrá que prepararnos
para un desafío y misión únicos e insustituibles. Siendo muy humanos y divinos a la vez. Solo así podremos contemplar
con verdadero amor y devoción a ese pequeño niño al que tendremos en nuestras casas. El podrá entrará
en nuestro hogar y en la profundidad de
nuestros corazones. Ahí donde la promesa podrá ser concretada desde siempre.
Ahora en un renovado acto de fe y confianza.
Humano y divino a la vez. Con sus
dosis de calvario, pero también de Tabor y gloria. Aflicción y júbilo encuentran su sitio en la preparación del nacimiento
de este niño salvador. El conocerá luego en su vida el calvario, para llegar
a una resurrección gloriosa. Nosotros también, aunque en otra escala
y dimensión. Recibimos así la
posibilidad de gozar algún día de esa misma alegría venciendo a la muerte. Jesús
nos devuelve la posibilidad de la vida verdadera. La que no caduca . La que derrota a la verdadera muerte finalmente.
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